Soy un asesino

Pues sí, he quitado vidas, entre centenares y miles; nunca he llevado la cuenta porque no vale la pena: con armas biológicas y balísticas, ahogamientos, aplastamientos y muchas veces a base de hostias y patadas. Me cobro víctimas a lo diestro y siniestro, casi a diario. No lo convierto en profesión porque me falta talento, pero me sobran ganas.

Porque los insectos también son seres vivos. Sufren y sobreviven. Comen, molestan, proliferan y no juzgan a nadie.

Molestan, sí. No siempre, solo cuando se cruzan con quien no deben o se exceden en sus tareas de bicho.

Y digo yo que en esos cuerpos repulsivos, en esa obra millonaria de ingeniería natural, en esa proeza de la creación cuyo único objetivo es nacer, hacer lo suyo honradamente y morir, en esa aberración visual y sensorial que con solo imaginar su presencia o su tacto siento asco y repugnancia, existe una pequeña alma, una almita inocente, que no comprende del todo lo que ocurre a su alrededor que, quizá, no está tan preparada para vivir en un mundo en constante cambio y perpetuamente encabronado como su genética le hacía creer. No estoy seguro de que sean conscientes de su existencia y, sin embargo, existen. Sienten dolor quizá, o algo equivalente. Sienten preocupación, miedo y hambre. Su único pecado es ser esclavos de ellos mismos.

Que a mucha gente les gustan, no digo que no. Cada cual tiene sus gustos y aficiones. Los hay que conviven con bichos de todo tipo: los alimentan, los cuidan y los protegen; los quieren. Incluso hay algunos que se los comen. Pero yo soy un asesino. Con los insectos aplico aquello de juez, jurado y verdugo. A menudo, si veo que puedo deshacerme de ellos sin herir a nadie, intento hacerlo. Atraparlos vivos y no condenarlos a muerte también es una opción. Que no es que vaya yo buscando problemas. Si hay una posible vía de escape para el bicho pues oye, me alegro, porque sí, soy un asesino, pero si se puede evitar una muerte innecesaria, se evita.

Lo malo es cuando no se puede evitar.

Y entonces es cuando mueren muchas almitas.

La moral, la ética, la razón y la justicia dejan de existir. Todo se reduce a un festín de vísceras o de lo que sea que tengan dentro y de cuerpos apilados, y no termina hasta que mueren o me canso. Hay remedios para cada plaga e infección. La ciencia ha ayudado mucho y las herramientas necesarias para cometer un genocidio están al alcance de cualquiera.

Hasta ahora los aniquilaba a degüello, sin remordimientos, sin culpa, sin perdón, porque no son más que alimañas sin nada que ofrecer y que viven por el mero hecho de morir a mis manos.

No obstante, me pregunto qué derecho tengo a exterminar a cada insecto viviente que ose acercarse a mí.

Me imagino como bicho, a mi bola, a buscarme la vida por ahí, al alcance de cualquier depredador y descerebrado que pueblan el mundo, siguiendo las reglas propias de mi especie bichil con la esperanza de seguir con vida un día más para, con algo de suerte, reproducirme y, luego ya si eso más adelante, morir. Los humanos pueden ser una bendición, un padecimiento o, como en la mayoría de los casos, la muerte: directa, indirecta, con tortura, sin tortura, rápida, lenta, colora, incolora, sípida o insípida. Lo mejor es evitarlos, porque los humanos también tienen sus normas. Los humanos no destacan en nada salvo en su intelecto y en su inabarcable depravación. No pueden volar por ellos mismos, se meten dentro de cosas que vuelan y que hacen ruido. No pueden pegarse a las superficies con sus manos desnudas. No pueden meterse en agujeros pequeños o en resquicios. Son lentos, toscos y torpes… y también muy peligrosos.

Y a veces, como humano, miro a esas sabandijas a los ojos, si son lo suficientemente grandes como para mirarlos, y me parece ver algo de brillo, como si hubiera alguien dentro, y me pregunto si ese alguien es algo como yo. Es un alguien que me ve y que quizá piensa en huir o en esconderse, o quizá le importo un comino y sigue como si nada. Compartimos el estar vivos en un tiempo y lugar determinados, hasta que deja de estarlo.

En especies que viven en sociedad, me abruma la cantidad de miembros que la conforman, cada uno con su papel y conexiones vitales. Tienen vidas y les pongo fin. Por mi culpa ya no están. Y no siempre se lo han buscado; pero a veces se lo buscan ellos: aunque no tengan nuestro cerebro, se ponen en peligro de más y de forma gratuita. Sí, lo reconozco, parece que de vez en cuando me provocan para que los mate. Si molestan demasiado o se ponen agresivos y me toca defenderme, pues qué le voy a hacer; cada uno tiene su límite y el mío se traspasa con facilidad.

El problema es matar por matar, por comodidad o hijoputez. Hay un bicho que va correteando, saltando, escalando, volando o arrastrándose por ahí y puedo aplastarlo o derribarlo a las malas o dejar que siga su camino en paz.

Yo también soy esclavo de mí mismo, y este ser que soy ahora no puede convivir con insectos. Lo siento, pero no puedo. Entiendo el arbitrario sufrimiento al que los someto. Me gustaría que no fuera así, que pudiéramos llegar a un entendimiento o intentar ser más permisivo y tolerante con ellos, porque me pongo en su pellejo y veo lo injusta que es la naturaleza y lo injusto, cruel y desalmado que soy yo. Pero entendedme: invaden mi espacio, mi cuerpo y mi casa, que para mí son santuarios… Aunque ahora parezco comprender que el castigo es demasiado severo y sádico.

Y de pronto se me ocurre que merezco morir.

Toda una vida dedicando parte de mi tiempo al goce de asesinar y destrozar ha logrado hacer mella en mi brutalidad. Cuando antes me ponía en piloto automático y arrasaba con todo insecto que veía, ahora me lo pienso dos veces, porque mi vida no vale más que la suya. No soy nadie para tildarlos de inferiores y menos para maltratar a otro ser vivo.

Mi única esperanza es que los bichos me perdonen, porque ellos no tienen maldad, tan solo intereses contrapuestos a los míos. Quizá me miran y dicen: «por ahí va el desgraciado que mató a mi familia», sufren las penosas consecuencias de mis actos, y yo soy ajeno a su dolor, porque no tengo la capacidad para entender su pequeño cosmos. O, simplemente, siguen adelante, porque es lo único que les importa.

No espero expiar mis pecados, porque son irredimibles, ni olvidar las barbaridades que he perpetrado. No voy a desdeñar mis acciones ni esperar mi absolución. Sé que lo que he hecho no tiene perdón.

No será para tanto, me digo, porque no son personas. No, no son personas, son mejores.

Y me lo pienso dos veces y vuelvo a caer en la tentación. Prefiero el desconsuelo y el arrepentimiento a tenerlos cerca. Prefiero su perjuicio al mío.

Soy un hipócrita. Soy escoria. Soy una vil basura. Soy un asesino.

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