Desde Australia con amor

Más de tres meses después del último escrito, me abro a vosotros con alborozo y pesar. He venido a compartir amor, no explicaciones; sentimientos y no razones. Una sí os voy a dar: estoy en la Australia meridional desde hace poco más de medio mes. Resulta que ahí se mudaron un amigo y su pareja y fundaron juntos una estirpe de seres con cara y facciones humanas y cuerpo de canguro cuya mente fusiona los sentidos de supervivencia y de alerta del canguro con el ingenio y la capacidad del habla del humano. No porque su pareja sea canguro, porque es de Madrid, sino porque Australia va mutando la genética del feto hasta cocerlo en su punto para que salga a gusto de la naturaleza. Pues bien, esta buena gente me invitó a ir a visitar su morada de campo construida a base de pasión.

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El frío corta

Soy, desde siempre, el primero que se ríe de la debilidad que demuestra (a título personal, claro) aquella persona que se unta cacao en los labios porque hace frío. Siento deciros que los Reyes me han traído una buena ración de empatía para empezar bien el año, porque hace unos días sentí, durante un instante, un pinchazo de dolor en el labio superior. «No será nada«, me dije, «me habré cortado con la comida«, y seguí con lo mío. A la mañana siguiente resultó que, lo que había empezado como un cortecito sin importancia, había evolucionado a una aberración dermatológica propia de los leprosos o de las víctimas de la Peste Negra. El labio superior se inflamó, como una especie de herpes labial y la zona que está entre el labio y la nariz (donde crece el bigote, para que nos entendamos) cambió el color a más oscuro y la textura a más asquerosa. A estas alturas ni siquiera puedo sonarme la nariz porque me molesta el contacto en esa zona. Tengo que estar sorbiéndome los mocos, beber con pajita y comer platos que no lleven caldo ni líquido. Cuando el líquido entra en contacto con la zona afectada me produce más escozor y es todavía más repulsivo. No quiero entrar en detalles, pero a veces se mezcla con el pus que sale y el resultado es… grotesco.

Estos días me he puesto cacao que parece y huele a frambuesa y he conseguido un «Bálsamo Barrera Reparador» para «Labios y zonas agrietadas, irritadas, resquebrajadas»; así es como me siento también por dentro… ojalá hubiera un bálsamo para el alma. Calculo y espero que dentro de unos días me habré curado, porque molesta, escuece y duele un poco al reír (ya ves tú qué problema) o al pronunciar ciertas palabras que me obliguen a mover demasiado el labio y la piel colindante. Confío en que no se extienda a lo largo de la cara ni que vaya a peor. La gente de mi alrededor me ha comentado que cuando hace frío se le cortan los nudillos, pero, por suerte, mis nudillos son fuertes y no se dejan avasallar por un poco de frío, a diferencia de mi sensible y debilucho hocico. Además del asco, el dolor y el malestar, me preocupa que nunca haya visto a nadie con esto en la cara por culpa del frío.

Terminé el 2018 con fiebre, después de años sano como una rosa y he empezado el 2019 poniéndome cacao y cremas porque, por lo que sea, el frío corta, y a partir de ese corte el cuerpo se pone nervioso, no sabe cómo reaccionar y empieza un desastre visual propio de la criatura que mora la caverna más profunda. No os miento, intento no salir a la calle, y cuando lo hago desvío la cabeza hacia donde no haya gente para que no salgan corriendo en cuanto me vean o para que no crean que soy un depravado (que lo soy, pero no tienen por qué saberlo). Espero que ningún niño inocente vea el peor cuadro abstracto que ha existido nunca y que llevo como piel, porque en ese instante pasaría de un niño feliz a un hombre amargado y las autoridades me obligarían, con razón, a pagarle un psicólogo de por vida.

Y vosotros/as (escribir «vosotr@s«, aunque acerca los dos géneros y permite su igualdad, está mal escrito), ¿cómo habéis empezado el año?

 

No tengo tiempo

La vida me intenta engullir: con sus recias zarpas me aprisionó, en el anochecer de la ilusoria e interminable tempestad. Con denuedo procuro mantener sus mandíbulas separadas, puesto que su unión señalaría el fin de mi existencia en la tierra de la actividad.

No tengo tiempo para pensar. Mi mirada se pierde en la lontananza, rebasando los afilados y desgastados colmillos de la bestia, cuya única falta es fallar ante sus instintos primitivos. El entendimiento no atiende a razones indeseadas.

No tengo tiempo para hablar. La sinhueso mantiene la palabra alejada, como mantengo yo a la acémila engrillada. El incesante pitido me mantiene distraído, como la imposible prueba final a superar.

No tengo tiempo para imaginar. La superficialidad del descanso me mantiene en el mundo. No tengo tiempo para soñar. La fantasía se escurre entre la rosa rugosidad.

Los brazos, doloridos, me piden abandonar. Vuelvo mi cabeza hacia la oquedad y comprendo mi sino. «Resistiré un poco más«, logro mentirme. Quien desfallezca antes está perdido.

 

Cuando me pongo impongo

Un encuentro inesperado

Se me ha ido el buen humor y pienso en irme de ahí cuanto antes. Quiero estar en casa y comer el pollo recién salido del horno. Me vacío los bolsillos para no perder más tiempo: la cartera, el móvil, las llaves de casa, un mechero y un paquete de tabaco. Voy poniendo los objetos en el banco, junto a la bolsa de pipas, bajo su atenta mirada.

– ¿No lleva nada más? -pregunta el policía número 2, con la gorra más calada, la barba más recortada y algunos años menos que el policía número 1.

– No, es todo -respondo sin rastro de alegría.

– Vamos a tener que sancionarle por ensuciar la vía pública -dice el policía número 1-. Usted debería saber que la ordenanza municipal sanciona a los ciudadanos que ensucian la calle -su tono indiferente y su mirada vacía chocaron contra mi creciente y furiosa mirada.

– Tengo un pollo en el horno, vivo justo aquí al lado, sólo he estado comiendo pipas y mirando. Si tanto molestan, porque se ve que no tenemos servicio de limpieza y las cáscaras son un peligro publico, las recogeré, como le he dicho a usted antes, y me iré a casa.

– Eso no va a ser posible, le hemos visto cometer una infracción -se justifica.

– ¿Es que no tienen nada mejor que hacer que tocarme los cojones? -pregunto con un grito.

– Tranquilícese y no nos falte, caballero -me dice el tocapelotas policía número 2 alzando una mano.

El día se ha tornado rojizo y la cálida brisa que llegaba se ha convertido en un viento helado. La gente mira con curiosidad y asombro.

– Esta gente es testigo de que son ustedes unos malandrines. Soy español, resido aquí, como ha visto en mi DNI y no estoy cometiendo ningún delito. Si ustedes no tienen nada mejor que hacer o no tienen los cojones para ello, es su problema -cuando termino los dos se miran al mismo tiempo y parecen comprenderse.

– Póngase de rodillas y ponga las manos en la espalda, abuelo -ordena el número 1 en joder mientras se lleva la mano a la culata del arma y el otro saca las esposas.

«¿Abuelo? No me vais a detener por esta mierda, cabrones». Bajo la cabeza con sumisión y me acerco un poco a ellos. Siento el bombeo del corazón en frente, pecho y extremidades y me sorprendo al sentir también el sudor. Intento frenar el ritmo de la respiración. Pongo las manos detrás, en la espalda. Me agacho, cojo una pipa cerrada y, antes de que el número 2 esté a dos pasos de distancia me abalanzo sobre el primero y le propino un cabezazo ¡PAM! Cae fulminado. El otro lanza las esposas y el fuego de sus ojos me revela sus intenciones. Salto a la izquierda y le doy un codazo en la mandíbula antes de que desenfunde su arma. No ha caído. Se incorpora y lanza un puñetazo con su miembro superior derecho. Esquivo hacia la izquierda. Le cojo el brazo derecho rodeándolo con el mío. Me deslizo hacia su derecha. Lanzo mi brazo siniestro hacia atrás, cierro el puño y lo mando hacia su desprotegido rostro. Le impacto justo entre la nariz y la parte inferior de su ojo derecho, ¡PUM! El policía número 1 se ha levantado mientras tanto, con sangre en su puta cara, y ha sacado una pistola eléctrica. Un rayo cruza sus ojos. Me meto la pipa en la boca y se la escupo. Le da de lleno en un ojo. Agarro a su compañero. El otro va a apretar el gatillo. Pongo mi brazo derecho bajo su cuello y el izquierdo en su nuca. Hago fuerza con ambos. Salen los cables eléctricos. Pongo al policía número 2 entre ellos y yo y lo empujo hacia delante para que no me afecte la electricidad ¡ZAP! Cae al suelo sin dejar de retorcerse. Aprovecho la confusión del otro policía para acercarme y pegarle un puñetazo en su brazo derecho mientras sostiene el arma. Se le debilita el brazo. Me envía un puñetazo con la izquierda. Bloqueo con mi derecha. Cojo la pistola eléctrica, con los cables aún clavados en su compinche. Me da un cabezazo que me impacta en la frente. No hay dolor. Giro la pistola y le doy con la culata en la barriga ¡PUF! El policía se dobla y grita. Le doy otro ¡POP! Cae de rodillas. Me posiciono tras él. 

– Recoge las cáscaras, imbécil -le digo justo antes de coger su cabeza y estrellarla contra el puto suelo.

Cojo mis cosas del banco. Me encamino hacia mi casa, se ha hecho tarde. Deseo que el pollo esté en su punto. Mientras me alejo noto un dolor en la frente, mi cuerpo se destensa, empieza a temblar y mis oídos me permiten escuchar los aplausos y vítores de la multitud.

«Abuelo mis cojones»