Una visita de cortesía

– Ya. Bueno, pues yo… creo que iré a dar una vuelta, que aquí hace un frío que pela. Te dejo con tus cosas -le dije, sin saber qué más hacer.

– Es lo que tiene estar muerto, mozo. Cuando mueras descubrirás la verdad. Siento haberte ensuciado el suelo -señaló unas pisadas rojas-; antes de irme te lo dejaré nuevo. En parte he venido para ver cómo te iba y para pasar tiempo juntos. A veces vengo por aquí a ver en qué andas metido. Tu yaya y yo te echamos de menos… lo que me recuerda a algo: ¿quieres ir a verla?

– ¿También ha venido?

– ¡Oh, Meu Deus! No, solo me faltaba que me acompañara en mis escapadas. Ella está muy entretenida en el otro barrio, y muchas veces me dice lo mucho que le gustaría verte. Te puedo mandar con ella si quieres.

– ¿Vas a -tragué saliva como si fuera la última vez-… matarme?

– ¡Qué animal! Siempre has sido muy burro. Has cambiado poquiño, eh. Te puedo enviar temporalmente con ella, así os ponéis al día.

– ¿Me dolerá?

– Pues no tengo ni idea, al ser fantasma no me duele nada; eso sí que es una ventaja: tengo las rodillas como nuevas. Anda, apaga la luz, siéntate a mi lado y estira los brazos hacia mí.

– ¿Y para volver aquí?

– Te traeré de vuelta. O si no lo hará la yaya, no te preocupes. ¡Ah, por cierto!, ¿podrías hacerme un favor?, ¿podrías no decirle a nadie que estoy aquí? Dile que has tenido un accidente o que estás en coma o algo… que no estás muerto del todo, vaya, para no darle esperanzas a la mujer.

Después de dudar unos segundos que parecieron no transcurrir, apagué la luz, me senté junto a él y estiré lentamente los brazos. Poco a poco sentí cómo perdía el contacto con mis sentidos, de respirar y de existir. Durante unos instantes tornados en eternidad, sentí mi cuerpo desaparecer y fundirse con el fantasma de mi yayo. El tiempo y el espacio se volvieron indistinguibles. Rayos blancos sobre un infinito manto negro me cegaron. Perdí el conocimiento y mi consciencia. Por una vez, me sentí en paz. Luego aparecí de golpe, sentado en el sofá, aunque no había rastro ni de mi casa ni de mi yayo. Miré a mi alrededor. Me cuesta encontrar palabras para describir lo que recuerdo de aquel lugar: llantos, golpes, temblores, rostros amorfos, temperatura inexistente, pesadez, humo, desesperanza, gritos, cansancio y podredumbre. Recuerdo que al llegar oí unas voces. A medida que escribo voy olvidando qué ocurrió, como si hubiera sido un sueño, pero creo que aún puedo plasmarlo con letras. De pronto me encontré delante de una casa incrustada en una interminable roca rojiza, igual que el suelo y el cielo. Creí moverme en cámara lenta y sin poder respirar, con la cabeza dando vueltas y con ardor en el estómago. Me costó un tiempo recordar quién era y qué hacía allí. Empecé a oír chillidos y caí al duro suelo, aunque no sentí nada. Según escuchaba los inescrutables gritos, mi mente pudo ir descifrándolos poco a poco, hasta convertirlos en palabras que era capaz de entender.

– ¡Ay, Pili! Es que mira que eres torpe.

– No lo había visto. ¿Qué quieres que te diga?

– ¡Siempre tienes que dar el espectáculo! Si la muerte no lo ha solucionado, a estas alturas nada lo hará.

– Si se pone en medio no es culpa mía. ¡Lleva tú el carrito, a ver cómo te va!

– ¡Venga, déjate de excusas y ayúdame a auparlo! Si no estuviéramos en el más allá pensaría que lo has matado.

Sentí que me agarraban por cada brazo para levantarme y que me ayudaban a mantener mi olvidado equilibrio. Cuando pude centrar la vista y mi raciocinio, me paré a mirar esas figuras: vestidos estampados de hace por lo menos cincuenta años; pendientes y collares ostentosos; carrito de la compra con ruedines, de los de toda la vida; zapatillas con abertura para sacar los dedos, y olor a vieja de pueblo.

– ¡No me lo puedo creer! Pepín, ¿eres tú? -preguntó una de las figuras.

Intenté responder, no obstante, mi cuerpo no me obedecía. Con los ojos posados sobre lo que discerní que era una mujer, mi visión fue aclarándose con lentitud. Sentí sus manos sobre mi rostro.

– ¡Sí, pues claro que eres tú! Oh, pero qué alegría -sentí que me abrazaba-. ¡Soy yo, la yaya! ¡Cuánto tiempo sin verte! Tenemos todo el tiempo del mundo para ponernos al día. Siento si soy un poco brusca -se apartó un poco de mí, sin dejar de agarrarme los hombros-. A ver, deja que te mire -subió y bajó la mirada-. Estás hecho unos zorros -diagnosticó.

– ¿Pepín? ¿Este es tu nieto? -dijo la otra figura.

– Sí. ¿Te acuerdas de la Pili, Pepín? A veces jugabas con sus nietos en la piscina.

– ¿Fue este al que se le escurrió el bañador cuando se lanzó a la piscina?

– Sí, este era -ambas se echaron a reír-. Venga, pasa, Pepín, que te daré de comer un buen plato de garbanzos. ¡Mira qué chorizo! -sacó lo que parecía un chorizo de campeonato del interior del carrito-. Hoy tenía antojo de garbanzos con chorizo, ¿qué le vamos a hacer? Pasa, pasa. ¡Pili, te veo luego!

– ¡Sí, ya me contarás! Un gusto, Pepín.

Entramos en la casa incrustada en la roca y por dentro era igual que la casa de mis yayos, con sus baldosas, sus cuadros, sus muebles y sus cortinas.

– Siéntate, que voy a tardar un rato en preparar la comida. No te preocupes si no puedes hablar. En unos minutos te acostumbrarás. Sí, a todos nos pasa al principio.

Me sentó en una silla y observé todo cuanto me rodeaba y a mi yaya cocinar, como cuando era niño. La figura ya había adoptado por completo su forma y me invadió la alegría. Segundos, minutos o quizá horas más tarde, anunció que la comida estaba lista, me ayudó a sentarme a la mesa y nos preparamos para comer. Mi cuerpo ya respondía casi como de costumbre y ataqué la comida con la cuchara como si no hubiera probado nada en semanas. Un mar de recuerdos por poco me ahogó al llevarme a la boca un puñado de garbanzos, comida que me zampé tantas veces en casa de los yayos, durante mi infancia.

– Están muy buenos -dije, con una sinceridad que creía enterrada y olvidada.

– No hay nada como la comida casera, siempre lo he dicho. Ni taperuers ni taperuars: con las cosas de comer no se juega.

La yaya me fue comentando intimidades de sus vecinos, me contó anécdotas y pronosticó que el yayo pasaría mucha hambre si no llegaba a tiempo para comer. No recuerdo casi nada de lo que me contó porque estaba centrado en el plato, pero sí recuerdo que hacía muchos años que no me divertía tanto. Esperó a que terminara de comer para interrogarme, como solía hacer también cuando estaba con vida, para asegurarse de que tenía descuidadas mis defensas.

– Ahora que ya has quedado como un Pepe, ¿qué haces aquí? -inquirió, mirándome a los ojos y con una sonrisa.

– Pues… estoy en coma -me toqué la frente como si tuviera fiebre-. Por un accidente, creo. De camión. Tengo los recuerdos borrosos -respondí, alejando la mirada.

– Recuerda que si mientes te crecerá la nariz -se echó hacia delante y me dio dos golpecitos en la nariz, desde el otro lado de la mesa-. A mí me da que tiene que ver con el yayo.

– ¡Qué va! No lo he visto. De verdad que estoy en coma.

– Sí, ya, en coma -descansó la espalda en el respaldo de la silla-. A mí no me podéis mentir, me conozco todas las jugadas. Ya sé lo de las escapadas del yayo. Hace tiempo que lo sé. Cuando conoces a una persona durante tantos años es muy difícil esconder algo. No le digo nada porque así me quedo sola; no sabes cómo se pone con no saber nada del maldito fútbol.

– Bueno, sí, me ha enviado para verte.

– Es un detalle por su parte. Claro que ahora tiene tu casa para él solo. Siempre se las arregla para salir ganando. ¡Verás cuando lo pille! Bueno, al menos me alegro de que estés bien. No deberías estar aquí mucho más, o no podrás volver.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo también he hecho una escapadilla de vez en cuando -confesó, casi susurrando.- No lo vayas contando por ahí. Tampoco es que lo haga demasiado: durante el viaje me entra sueño y, además, tengo a mis amigas aquí, voy al mercado y pongo la casa a mi gusto. Estoy muy entretenida. No necesito colarme en el otro mundo… no mucho.

Deja un comentario