Un fantasma paranormal

Las calles no mostraban alegría ni color. El día se había apagado temprano y la profunda noche había reemplazado el dulce y alegre cantar de los pájaros por los aullidos de los temibles lobos. Un solitario búho no dejaba de ulular en la oscuridad: podía ver su silueta a través de la ventana, encaramada en la más alta rama de un cercano árbol. La temperatura había descendido varios grados y el vaho salía de mi boca al respirar. Seguía levantada la espesa niebla que se había adueñado de las abandonadas y oscuras calles. El viento seguía silbando a través de los ventanales y con el helado aire orquestaba una perturbadora e intrigante melodía.

Ayer hablé con los muertos.

Volvía de una cena. La compañía y la hora os dan igual. La llave de casa no entraba en la cerradura. Bajé las escaleras para buscar al conserje, aunque no había nadie. Mis pasos resonaban con el eco del vacío pasillo al subir de nuevo. Entonces me pareció oír una voz que susurraba a mis espaldas: «Pepe», decía, «Pepe. Pepe. Ven. Ven», no dejaba de repetir. Me giré y no había nadie. Oí un chirrido y vi que la puerta se había abierto de par en par. Mi instinto me aconsejó sacar la navaja que llevo siempre conmigo, por si acaso debía defenderme. Perteneció a mi abuelo y es lo único que me dejó en herencia. La blandí ante mí mientras cruzaba el umbral. Mis fosas nasales se cubrieron de un hedor insufrible. Mis extremidades y mis labios temblaban debido al brutal frío que moraba en las estancias. La puerta se cerró de golpe con estruendo y mi corazón apenas supo mantener la compostura. La ventana que da a la calle estaba abierta. La cerré sin dejar de empuñar la navaja, rezando en voz baja a quien escuchara mis plegarias para que me ayudara. El móvil no tenía cobertura y el teléfono fijo no daba señal. Fui a mi habitación. Pensé ver de reojo que las sábanas se retorcían. “¿Quién está ahí? ¡Sal o te rajo!”, amenacé a la penumbra, mostrando mi olvidada vena barriobajera.

Fui encendiendo las luces, que por suerte funcionaban. Con toda la calma que la situación pudo concederme y con el paso firme que mi cuerpo me permitió, avancé lentamente hacia mi cama. Nada se movía. Todo estaba en reposo. Sólo oía mi agitada respiración, el incansable viento y mis pasos. Al sudor no le importó el frío. Las gotas me resbalaban en frente y manos. Una cayó sobre la navaja y terminó en el suelo. El suelo. Hasta entonces no me había fijado. Había pisadas marcadas en rojo. Me detuve, pero el sonido de los pasos seguía. “Lo tengo detrás”, me dije, preparándome para abrazar mi final. En un alarde de inconsciencia, me di la vuelta con rapidez y apuñalé la pared. Advertí que provenían voces del salón. La televisión se había encendido, con un partido de fútbol en la pantalla. Busqué en vano el mando a distancia. No dejé de comprobar cualquier rincón ni de vigilar mi bienestar. “Ven aquí”, oí. Por poco se me salieron los ojos de las cuencas y el corazón del pecho: había un ser vestido con harapos negros, sentado en el blanco sofá, delante de la televisión.

– Por favor, Pepe, riquiño, ¿me puedes alcanzar la cerveza que dejé en el congelador?

– ¿Eres tú… yayo? -pregunté, tras segundos de incredulidad y con la mente bombeando información, al reconocer el acento gallego en una voz que no oía desde hacía mucho tiempo.

– Claro que soy tu yayo, carallo. ¿Quién voy a ser sino? ¿Me traes la cerveza o qué?

Fui a la cocina de espaldas para no perder de vista a ese ser. Con cuidado y como pude, palpé la nevera y abrí la puerta del congelador. Dentro encontré, en efecto, un botellín de cerveza de la marca que siempre bebía mi abuelo. La cogí y creí quemarme al tocar el congelado cristal; nada que no pudiera solucionar usando un trapo. Desconcertado por el chocante reencuentro, estuve debatiéndome entre locura y cordura y me pregunté cómo era posible que mi yayo, que llevaba muerto décadas, estuviera sentado en mi sofá, mirando la televisión y pidiendo una bebida. Volví a la sala de estar, no sin cierto temor y angustia, deseando que fuera todo producto de mi imaginación.

– Gracias, galopín –dijo, sin apartar la vista de la caja tonta y agarrando el botellín, cubierto con el trapo, con su mano derecha, mientras sujetaba el mando con la izquierda-. No hacía falta que me lo envolvieras como si fuera un regalo -me espetó, con su habitual y añorada bufonada.

– Creo que estoy soñando -intenté explicarme la situación en voz alta-. O habré bebido demasiado en la cena.

– ¿Pero cómo? ¿No te alegras de ver a tu yayo? -me miró fijamente unos segundos y luego quitó el tapón de la cerveza con los dientes. Escruté su cara y, sin duda, tenía que ser él: desmejorado y algo transparente, sí; sin embargo, su mirada, su voz y su forma de hablar me convencieron de que no se trataba de un engaño.

– Claro que sí -me rasqué la cabeza-, no es… o sea, tú… ¿moriste? -conseguí preguntar.

– ¡Oh, sí! Bien lo sabe Dios -dijo, antes de tomar un buen trago-. Él fue el que me condenó de por muerte… aunque condenar es una palabra muy fea, tampoco se está tan mal.

– ¿Te la vas a beber congelada con el frío que hace? -señalé la cerveza y me sorprendí por preguntar tal chorrada.

– Malo será que me resfríe, eh -se echó a reír-. ¡Uy, Pepín! Tú no sabes cómo odio el calor. Desde siempre he preferido el frío, pero es que desde que morí no aguanto ni una brisa cálida. Veo que aún conservas la navaja que te regalé -comentó, tras echarme otro vistazo-. Por mucho que te empeñes en demostrar tu seriedad y soledad al mundo, siempre has sido un sentimental.

– ¿Eh? Sí, nunca viene mal llevarla encima -me la enfundé en uno de los bolsillos traseros del pantalón- y, dime, ¿qué haces aquí?, ¿eres un fantasma?

– Supongo que sí, aunque los fantasmas de verdad no somos como en las películas. No vamos asustando por ahí… o no todos, por lo menos; tampoco es que haya conocido a muchos. No es que me queje, eh, pero echo de menos estar vivo. La morriña es mala compañera, neto mío. Me he colado en la vía que separa los dos mundos para hacer una visita al mundo de los vivos, para recordar buenos momentos y… para estar tranquilo, qué carallo, aunque sean solo unos minutos. No esperaba que llegaras tan temprano.

– ¿Por eso no he podido entrar?

– Diría que es porque vas un poco achispado. No puedo cambiar cerraduras ni llaves. Puedo atravesar puertas, ¿sabes? Para mí es como si no existieran.

– ¿Si querías estar solo por qué me has dicho que entrara y me has abierto la puerta?

– ¡Qué preguntón estás! Pues porque hoy juega el Pontevedra y me he aflojado de levantarme para ir a por la cerveza. ¡Ay, Pepín! Es terrible: en el más allá no retransmiten los partidos. Estar ahí es una merda, aburrido, estresante… -resopló- Siento haberte dado un susto y deshacerte la cama, es que quería estar solo -suspiró antes de seguir-. Ser un fantasma no es fácil, ya lo verás cuando llegue tu hora. Que no es que te esté amenazando, eh -bebió tres o cuatro sorbos-. Mira Pepín, yo estoy aquí para decirte algo importante -se detuvo ante una ocasión de gol del Pontevedra-. ¡Ay, el fútbol ya no es lo que era! Siéntate, hombre, como si estuvieras en tu casa -dijo con una media sonrisa, al verme aún de pie.

– ¿Qué querías decirme? -pregunté, al haberme sentado en un sillón que está junto al sofá.

– Pues… que tu yaya está muy pesada. Lo está prácticamente desde que nos casamos y no aguantaba más. Estar juntos mientras estábamos con vida era una cosa, pero tener que estar toda la eternidad juntos… bueno, pues se va haciendo largo.

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